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Cantabria rural: ruta por la comarca de Saja-Nansa

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Cantabria rural: ruta por la comarca de Saja-Nansa

[Advertencia: En la primera parte de este post cuento mi vida. Un capítulo anecdótico sin relevancia para nadie, excepto para mi. Me resulta muy difícil hablar de Cantabria sin mencionar los recuerdos que tengo ligados a esta tierra. Quien quiera pasar directamente a la información práctica, puede comenzar a leer a partir del segundo punto.]

Recuerdos de la montaña (una introducción personal)

Ya he comentado que cuando era pequeña el plan dominguero de “cocido y caminata por el monte” no figuraba entre mis preferencias. Sin embargo, había una ocasión y un lugar en los que la montaña adquiría personalidad propia, erigiéndose hoy como símbolo de los mejores momentos de mi niñez.

El lugar es Fresneda, un pueblo del Valle de Cabuérniga, en la comarca de Saja-Nansa. El acontecimiento, que tenía lugar aproximadamente un par de fines de semana antes de Nochebuena, era el día en que toda mi familia (padres, abuelos, tíos… hermana y primos cuando llegaron) nos reuníamos para ir a recolectar musgo para nuestros “portales de Belén”.

Ventajas de vivir en Cantabria: hacemos nuestros nacimientos con musgo de la montaña y arena de la playa. Pero tenía su enjundia: en el caso de la arena, como en invierno suele estar húmeda había que ir a buscarla con la suficiente antelación para que le diese tiempo a secarse antes del día clave; en cuanto al musgo, debíamos cogerlo en su punto óptimo de frescor, pues tenía que aguantar todas las navidades sin estropearse.

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[Con mi hermana, hace muchos años, en San Vicente de la Barquera antes de comenzar una de nuestras rutas por la comarca de Saja-Nansa.]

Con el paso del tiempo he aprendido que aquel musgo no pintaba nada en nuestro pesebre: los paisajes de Belén no se caracterizan precisamente por su exuberante verdor. Pero eso realmente no importa. Lo importante es que aquel día en que íbamos a por el musgo a Cabuérniga era todo un ritual; tanto, que aquel bosque en el que nos perdíamos pasó a llamarse “el Nacimiento” entre nosotros. Y así lo sigo conociendo hasta el día de hoy.

Hace un par de semanas fui de excursión por la zona y, al pasar por Cabuérniga, todos estos recuerdos me golpearon como una descarga eléctrica. No visitamos Fresneda, pero sí Carmona, y los recuerdos fueron tan intensos que, mientras recorríamos sus calles, en algún momento tuve miedo de girarme y encontrar a mi abuelo tras de mí.

Ahí es a donde os quiero llevar hoy: a los pueblos del interior de la comarca Saja-Nansa. Unos pueblos con personalidad propia, llenos de historias; tanto de sus legítimos habitantes como de todos los que en algún momento de nuestra vida los hemos hecho un poco “nuestros”.

Carmona, “la flor de los albarqueros”

Como decía, nuestra ruta comenzó en Carmona; uno de los pueblos más bonitos no solo de la comarca, sino de toda la región. La primera vista desde el Mirador del Ribero enseguida te revela que estás en un lugar especial: el corazón de la montaña, un lugar apartado de todo donde la vida se desarrolla casi al mismo ritmo que varios siglos atrás.

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Declarado Conjunto Histórico-Artístico, Carmona conserva su antiguo trazado urbanístico y con él sus casas montañesas de piedra, de los siglos XVII y XVIII principalmente e incluso alguna del XVI; unas populares y (lo que resulta más chocante dado el tamaño y la modestia del pueblo) otras nobles, verdaderas casonas, con sus arcadas en el primer piso y escudos de armas presidiendo las fachadas. Entre éstas, el Palacio de los Mier merece una mención especial.

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Pasear por las calles empedradas de Carmona es una delicia, pero no ocupa mucho tiempo porque el pueblo es pequeñito. El valor añadido es detenerse a hablar con alguno de los lugareños, entre los que encontramos muchos artesanos trabajando la madera a la puerta de sus casas.

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Las albarcas son el producto estrella, fabricadas artesanalmente con madera de nogal, haya, aliso o abedul, en diferentes diseños y colores si son para hombre o para mujer, para diario o para un día de fiesta. Aunque parezca mentira, este peculiar calzado todavía se usa, y no solo para trabajar el campo; según dicen los entendidos son cómodas, calentitas en invierno y frescas en verano. Yo no me las he puesto más que para alguna función escolar, así que no puedo opinar.

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Tudanca, refugio de artistas y eruditos

A unos 20 kilómetros siguiendo la carretera CA – 281 paralela al curso del río Nansa, se llega a Tudanca: uno de los núcleos rurales más antiguos y mejor conservados de Cantabria junto a Carmona y Bárcena Mayor, y como ellos, declarado Conjunto Histórico-Artístico.

Tudanca es también mi pueblo favorito de la zona, fotogénico a más no poder, incluso en días de niebla como el que tuvimos. Es más, me atrevería a decir que este tipo de pueblos tienen tanto más encanto cuanto más encapotado está el cielo. Las nubes, casi tocando los tejados, les dotan de un ambiente especial.

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El paisaje que rodea Tudanca es tan genuino, tan poco contaminado, que puedes imaginar a los ganaderos subiendo y bajando de la montaña con sus vacas esparcidas por los pastos, aunque no te encuentres con ninguno. Es la Cantabria rural en estado puro, y por eso mismo, como en Carmona, choca encontrarse una casona tan noble y de tan ilustre historia como la que en su día perteneciera al escritor y erudito José María de Cossío, quien no era cántabro de nacimiento, pero sí de adopción.

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Conocida como la Casona de Tucanca, este inmueble construido por un indiano en tiempos de Felipe V, sirvió de inspiración a la novela Peñas Arriba de José María de Pereda, un retrato magistral de los paisajes y costumbres de la zona. Por la Casona pasaron en años posteriores personajes de la talla de Unamuno, Miguel Hernández, Alberti o Gardel. Y sus paredes hablan casi tanto como sus libros. Cossío llegó a reunir en ella una extraordinaria biblioteca de más de 20.000 volúmenes; incluyendo varios manuscritos originales de la Generación del 27, entre los que destaca el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, de Lorca.

Hoy, la Casona, cedida por Cossío a la Diputación y convertida en museo, es un lugar para encontrarse con la literatura, el arte y la historia hasta nuestras más profundas raíces. Un lugar, insospechado por lo apartado, donde dejarse inspirar.

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[Tudanca desde la habitación de Alberti.]

El Valle de Polaciones, ruta en bici de la niebla al sol

La climatología de Cantabria es caprichosa. Decía que había niebla, la más espesa que os podáis imaginar (a las fotos me remito), y sin embargo, eso no fue impedimento para disfrutar de actividades como una ruta por el Valle de Polaciones para llegar a pueblos que, esta vez de verdad, seguro no figuran en las rutas turísticas más transitadas.

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Con la colaboración de Ruralea, quienes nos proporcionaron bicis eléctricas para que el ascenso resultase lo menos duro posible, empezamos a pedalear montaña arriba en un recorrido que nos llevó desde el Mirador de la Cohilla a Tresabuela, pasando por aldeas tan pintorescas, como Puente Pumar, Lombraña o Pejanda.

El día parecía no querer acompañarnos, es cierto, pero estábamos a muchos metros de altitud y no tuvimos que pedalear demasiado para vernos bañados por los rayos de un sol radiante que vistió los paisajes de tonos sorprendentes. Allí, el verde es verde de verdad; y los pueblos, todos para nosotros.

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[De la niebla al sol en cuestión de minutos.]Cantabria, rutas, rural, pueblos, valles, montaña

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[Tip extra: Quienes tengan ganas de caminar, otra alternativa para descubrir estos paisajes es el Camino del Potro: 9,5 kilómetros desde Callecedo hasta La Lastra fáciles de recorrer en cuatro horas; un paseo agradable entre bosques de robles, hayas y arroyos.]

La Ferrería de Cades, para los días de lluvia

De regreso a la costa, siempre en la comarca de Saja-Nansa, hay un par de visitas muy socorridas aquellos días en los que la lluvia no concede tregua (y también si hace sol). Una es la cueva El Soplao, de la que ya os he hablado; la otra, muy cerca, la Ferrería de Cades.

Que se encuentre en el valle de Herrerías nos da la primera clave: la historia de la industria del hierro en Cantabria no es cosa de ayer. La Ferrería de Cades es un gran edificio del siglo XVIII donde, además del área de fundición y trabajo del hierro, encontramos un horno de pan y un molino que también funcionaba con energía hidráulica. Y funciona, porque el conjunto en su totalidad ha sido rehabilitado y en él se ofrecen demostraciones de cómo funcionaban los ingenios.

Desafortunadamente en nuestra región no contamos (al menos hasta donde yo sé), como en Asturias, con alguien dispuesto a coger el testigo y perpetuar la tradición, así que de las 200 ferrerías catalogadas en Cantabria, la de Cades es la única abierta al público como un museo etnográfico. Un lugar único en nuestra tierra que merece la pena conocer.

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