Cosas que nunca conté (las anécdotas más embarazosas de mis viajes)
Aunque tengas un blog en el que lo cuentes casi todo, todos los viajes tienen una cara B: sucesos o anécdotas que omites por falta de espacio o tiempo, por no preocupar en casa (véase mi problema de salud la primera vez que viajé a India), por mantener tu privacidad, o simple y llanamente por vergüenza.
De todos estos motivos, el de la privacidad es con el que más me peleo. Cuando viajar es tu vida, y tu blog (por decisión personal) adopta la forma de “diario”, en ocasiones resulta inevitable sentir ciertas dudas y temores: ¿Me estaré exponiendo demasiado? ¿Cómo hablo de esto sin mencionar esto otro? ¿Me arrepentiré algún día de lo que he escrito? ¡Esto no quiero que lo sepa todo el mundo!
Por eso hay muchas cosas que prefiero guardarme para mí, y así seguirá siendo. Otras, sin embargo, van quedando en el baúl de las anécdotas (a veces divertidas, a veces bochornosas) que pasado el momento parece que ya nunca vas a sacar a relucir, salvo en una tarde de cañas con los amigos. Hasta que de repente te apetece, como me ha ocurrido hoy.
Por un día voy a dejar aparcados los temas que tengo en el tintero y a invitaros a una caña virtual para compartir con vosotros algunos de los momentos estelares del backstage de mis viajes. La cerveza es importante: ya se sabe que en muchos casos las anécdotas solo son divertidas para el que las ha vivido. ¡El que avisa no es traidor!
Me hice pasar por sorda en Perú
La vuelta al mundo estaba llegando a su fin. Eran mis últimos días en Lima y yo me sentía muy triste. No me apetecía pasear, ver monumentos ni hablar con nadie, pero pese a todo quedarme en el hostal hubiese sido una pérdida de tiempo, así que subí a un autobús para dar una vuelta por el casco histórico de la capital de Perú.
Durante el trayecto subieron varios vendedores de remedios mágicos, Biblias y enciclopedias que interactuaban con la gente a voz en grito. Por supuesto, tenía que tocarme a mí. Un vendedor me hizo una pregunta que ni siquiera escuché, y yo, que además de estar triste y no tener ni pizca de ganas de hablar, puedo ser extremadamente vergonzosa, me quedé bloqueada y opté por no responder, creyendo que así me dejaría en paz. Craso error: el vendedor volvió a insistir. Ante mi cara de póker me preguntó si era extranjera y no le entendía bien, y a mí no se me ocurrió otra cosa que mover la cabeza “a lo indio” (un gesto que no se sabe si quiere decir sí o no). A esas alturas ya era el centro de atención del autobús, pero la situación todavía podía empeorar.
El hombre, tenaz como pocos que haya conocido, decidió poner en práctica conmigo todos los idiomas que chapurreaba (inglés, francés, italiano…) y yo ya no sabía por dónde salir (¿Por qué no le respondí la primera vez? ¡¿Por qué?!). Cuando estaba a punto de abrir la boca, noté cómo su expresión cambiaba para, en un arrebato de lucidez, exclamar: “¡Eres sordomuda! ¡Lo siento!”. Y dirigiéndose al resto del vehículo: “¡Nuestra amiga es sordomuda, un aplauso para ella, por el rato que le hemos hecho pasar!”. Todos los pasajeros estallaron en risas y aplausos y yo me quise morir…. pero no lo negué. El remate a esa situación surrealista se dio minutos después cuando, olvidando lo ocurrido, pregunté a un chico cuál era la siguiente parada. Entonces fue el autobús al completo el que enmudeció.
No sé conducir una moto (y cuando lo intenté, casi me mato)
No es que sea torpe en este aspecto: me manejo perfectamente con los vehículos de motor y a pedal; al menos, cuando ya sé cómo funcionan. Pero nunca nadie me ha enseñado a conducir una moto, ni mucho menos cómo controlar la estabilidad, y pensaba que no podía ser más difícil que conducir un coche… Ingenua de mí, no tiene nada que ver.
Estaba en Sapa, Vietnam, donde el mejor vehículo para acercarse hasta los arrozales y visitar las aldeas es la moto. Para ello acordé con dos chicos que iban a alquilar unas ir con ellos de paquete, y cuando ya llevábamos algunos kilómetros hechos, en unas carreteras al borde del abismo pero sin nada de tráfico, me pareció una excelente ocasión para estrenarme. Nadie puso ninguna objeción.
Fue rápido: ni siquiera llegamos a recorrer seis metros. Apenas hube apretado el acelerador, la moto salió desbocada y caímos hacia un lateral, quedando literalmente colgados del barranco, con la moto encima y la cabeza clavada en la tierra. Por suerte llevábamos casco y, aparte de algunas magulladuras y algo de sangre, ninguno sufrimos daños graves. Un metro más y quizá no lo hubiésemos contado.
(Quiero aprender… ¿Alguien se ofrece a enseñarme?)
Me parece haber visto un lindo caracolito…
Tengo miedo a los caracoles. Ya está, ya lo he dicho. Más que miedo, un pánico patológico, auténtica fobia. Y cuando digo caracoles, incluyo también babosas y cualquier otro tipo de molusco gasterópodo, con concha o sin ella. PÁ-NI-CO: si veo uno de estos animales cerca me pongo muy nerviosa, y si el encuentro se da por sorpresa puedo sufrir una verdadera crisis, con su sensación de ahogo, taquicardia, llanto descontrolado y sudores en las palmas de las manos. Los caracoles, en su mucosa y nauseabunda pequeñez, son los únicos seres del mundo con capacidad para anularme y destruirme. Parece divertido, pero no lo es.
Sirvan estos antecedentes como introducción a uno de los momentos más dramáticos (y ridículos) que he protagonizado viajando, concretamente en Singapur, cuando me alojaba en casa de Kuni. Hasta ese momento mi viaje, en lo que al tema caracoril respecta, había ido sobre ruedas: en Asia no hay caracoles ni babosas, o eso creía yo porque no había tenido el disgusto de encontrarme con ninguno (y había estado en zonas montañosas, bosques y selvas, con lluvias y sin ellas).
Un día que había llovido mucho pasamos la tarde en casa, y al caer la noche decidí ir al centro comercial que había al otro lado de la calle para cenar en su food court. Salí del portal y, en el caminito hasta la verja de entrada a la urbanización, tenuemente iluminado por luces a ras de suelo, me pareció ver la silueta de unas piedras muy grandes. Pero no una, ni dos, ni tres: muchas. “Qué extraño”, pensé acercándome con decisión a una de ellas para ver qué era aquello que no estaba ahí horas atrás. Cuando me quise dar cuenta, los objetos misteriosos se revelaron como CARACOLES GIGANTES, y no exagero: en Singapur hay unos caracoles de tamaño mayor a dos puños juntos, con una gran concha en forma de espiral picuda y “cuerpo” (baboso, asqueroso) proporcional a la misma. Y yo estaba rodeada por decenas de ellos.
El resto de la historia lo recuerdo mal. Sé que quedé paralizada unos instantes y luego empecé a llorar y a chillar descontroladamente, sin atreverme a dar un paso en ninguna dirección, hasta que una mujer salió del portal espantada, pensando que me estaban atacando. Y luego otros dos chicos más, entre quienes me sacaron de ahí. No es necesario decir que esa noche me quedé sin cenar.
Originé una pelea en una celebración de abrazos
Cuando estaba colaborando como voluntaria en Calcuta, la ciudad recibió la visita de Amma: una líder espiritual india internacionalmente conocida como “la santa de los abrazos”. Fueron muchos quienes acudieron a su encuentro, pero yo, que por norma suelo sentir curiosidad y un profundo interés hacia las corrientes espirituales de todo tipo, por una vez sentí cierto escepticismo (no sé… que me den un abrazo porque sí, transmitiéndome paz y todo eso, me parece algo forzado) y decidí mantenerme al margen, también por respeto hacia quienes sí creen en ello.
Al final fui para acompañar a un amigo. La carpa donde tenía lugar la celebración estaba a rebosar y la cola para recibir el amoroso abrazo de Amma daba la vuelta a todo el recinto. Acordé con mi amigo esperarle en la salida, pero los minutos pasaron y pasaron, hasta que ya no pude aguantar más y me puse en su búsqueda, tratando de acercarme lo más posible al escenario (siempre fuera de la cola) donde la gurú atendía a sus seguidores.
Debí hacer algo terrible porque, sin ninguna advertencia previa, un rubio platino que formaba parte de su séquito (y escolta) me dio un chillido que casi me deja sorda y un empujón que por poco me tira al suelo. Aunque quedé desconcertada por su trato (nada “amoroso”, en mi opinión), intenté mantener la calma y explicarle que estaba buscando a un amigo, y que en cuanto le localizase me iría por donde había venido. Pero el iluminado no solo no bajó el tono, sino que volvió a gritarme, llamando la atención de otra rubia vestida con túnica blanca, y entre los dos empezaron a empujarme como si fuese una delincuente.
Cuando las cosas se pusieron feas de verdad, mi primera reacción fue echarme a llorar (de pura impotencia y nerviosismo) pero viendo que no les conmovía lo más mínimo, y que además me estaban haciendo daño, finalmente exploté y terminé pegándoles yo a ellos, hasta que vinieron varias personas a separarnos, de las cuales dos lo habían visto todo y estaban claramente de mi parte. Así es la vida: una va con toda su buena intención (o, al menos, una intención «neutra» y respetuosa) a una celebración de los abrazos y el amor, y termina siendo víctima de un linchamiento. El súmmun de la ironía.
El que pudo ser mi último Blog Trip
Esto nunca lo he contado porque son cosas que no se dicen, pero como estamos hablando de situaciones bochornosas en las que solo deseas que la tierra te trague, viene al caso. Además sirve para evidenciar que las grandes meteduras de pata no se cometen solo en los viajes de aventura con la mochila al hombro; un viaje de trabajo es una ocasión tan buena como cualquier otra para liarla parda.
Junio de 2012: Blog Trip a Noruega. Para quien no lo sepa, un Blog Trip es un viaje de prensa en el que participan bloggers, invitados por el destino para conocer sus mayores atractivos y hablar de ellos. Y un punto a tener muy claro: en estos viajes, al margen de que disfrutemos, los bloggers vamos a trabajar. Esa es la prioridad, y si hay algo que puedo decir abiertamente es que, a pesar de mis defectos (que tengo muchísimos), la irresponsabilidad no se encuentra entre ellos. Ni en el ámbito personal ni mucho menos en el profesional: cuando me comprometo a algo, doy el máximo posible de mí para cumplirlo y hacerlo bien.
Con estas premisas, en nuestro viaje a Noruega primó sobre todo el trabajo. Después de una agenda completa, todos los días llegábamos al hotel muy cansados, con las fuerzas justas para arrojarnos en los brazos de Morfeo y madrugar al día siguiente. Pero la última noche quisimos despedirnos de Olso de una forma especial, y tras la cena algunos de los bloggers salimos a conocer la marcha nocturna de la ciudad. Salimos, reímos, bebimos y lo pasamos bien, con la amenaza, eso sí, de que al día siguiente debíamos partir a las seis hacia el aeropuerto para tomar nuestro avión de regreso a España. Cuando llegamos al hotel serían más o menos las tres y media de la mañana y yo estaba agotada, de modo que decidí poner el despertador a las cinco para hacer la maleta. Menos de dos horas para dormir: aceptable. No sería la primera vez. De hecho, cuando estoy nerviosa me despierto sola mucho antes.
No en aquella ocasión. Caí en un sueño tan profundo que no solo no oí el despertador, sino tampoco las numerosas llamadas que me hicieron desde recepción. Ni tampoco los golpetazos en la puerta de mi habitación, hasta que ya era demasiado tarde. Cuando la abrí, aún medio dormida y debatiéndome entre el “¿Qué está pasando aquí?” y el “Ya lo sabes: la has liado”, me encontré las caras serias de dos de mis compañeros, quienes se limitaron a decir: “No podemos esperarte más: nos vamos. Intenta llegar al aeropuerto”.
Cómo conseguí hacer la maleta en dos minutos (lo tenía todo literalmente esparcido por la habitación) o de dónde saqué las fuerzas para correr como Flash y llegar a la estación antes de que saliese el tren en el que se había subido mi grupo, es algo que todavía no me puedo explicar. En situaciones extremas se desarrollan superpoderes, supongo. Y todos somos humanos y podemos meter la pata alguna vez, aunque no sea nuestra intención… Ahora bien: entonces pensé que aquel era mi último Blog Trip.
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Dado que algunos de los sucesos narrados en esta entrada tuvieron lugar hace años y, por razones que saltan a la vista, en aquellos momentos no hubo ocasión ni ganas de inmortalizarlos, para ilustrar estas historietas he elegido fotografías que más o menos corresponden a los días y el sitio en que sucedieron -excepto la de la moto, que está tomada camino del desierto de Thar-.
Podría seguir escupiendo anécdotas más o menos bochornosas, pero con éstas creo que es suficiente para romper el hielo y echar por tierra mi propia imagen de viajera… ¿experta y curtida? ¿Alguna vez la he tenido? No me dejéis sola, ¡confesad también vosotros vuestra cara B!
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